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Bitcoin como petróleo digital: entre riesgo, valor y competencia global

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Mientras algunos críticos afirman que Bitcoin no tiene valor intrínseco, empresas y gobiernos están convirtiendo energía, capital ocioso e innovación tecnológica en oportunidades inéditas. Bitcoin aún está revelando su potencial disruptivo, como ocurrió con el petróleo antes de la era industrial.

En los últimos días, el debate en torno a Bitcoin volvió al centro de la escena. La correduría británica Hargreaves Lansdown afirmó que la criptomoneda “no tiene valor intrínseco”, y reforzó que no la considera adecuada para planes de largo plazo de sus clientes.

Esa postura no es nueva. Desde hace más de una década, la página “Bitcoin Obituaries” —mantenida por 99Bitcoins— recopila titulares y análisis que declararon muerto al activo; hasta hoy ya suma 477 “obituarios” en distintos ciclos de precio. De hecho, en agosto de 2025 el índice marcó un hito: por primera vez, Bitcoin pasó más de un año sin recibir un nuevo “obituario”, pese a la volatilidad y a las críticas recurrentes.

Paralelamente, Brasil empezó a atraer proyectos de minería gracias a excedentes estructurales de energía renovable. Además de iniciativas privadas (como Renova Energia, en Bahía), Eletrobras anunció un proyecto piloto de minería con una inversión cercana a R$ 90 millones para estudiar consumo, integración y posible generación de ingresos: es un movimiento experimental, pero simbólico.

La aparente contradicción ayuda a formular la pregunta central: ¿Bitcoin es mera especulación o crea valor económico medible?

Es común compararlo con el oro, la reserva de valor clásica. El oro conserva riqueza, pero rara vez genera ingresos por sí mismo. Bitcoin, en cambio, puede generar ingresos cuando se usa para aprovechar energía que sobraría y se desperdiciaría.

¿Cómo funciona? En parques eólicos o solares, a veces la producción es tan alta que la red no puede absorberla: esa energía queda “varada”. En yacimientos de petróleo, parte del gas asociado se quema en antorcha (flaring) porque no hay forma de transportarlo. En esos casos, pueden instalarse equipos de minería cerca de la fuente y convertir esa energía excedente en dinero. En algunas regiones, esas mismas computadoras también ayudan a la red eléctrica: se apagan en las horas pico —cuando el sistema necesita alivio— y reciben descuentos o créditos por ese servicio (programas de respuesta a la demanda).

Para mirar el “valor” con más precisión, es útil volver a los clásicos de la economía. Adam Smith habló de utilidad y escasez; John Maynard Keynes destacó la liquidez y la confianza; John Stuart Mill analizó la asignación bajo restricciones. Entre los contemporáneos, incluso Nobel como Robert C. Merton recuerdan que medir riesgo y retorno en contextos innovadores es intrínsecamente complejo. Esta variedad de miradas ayuda a explicar por qué el “valor intrínseco” de Bitcoin sigue siendo controvertido.

La analogía con el petróleo es esclarecedora. Antes de la era industrial, el petróleo tenía usos limitados; se volvió “oro negro” cuando los motores y la industria empezaron a consumirlo a gran escala. Con Bitcoin ocurre algo parecido: cuando hay excedente de energía —porque no hay líneas de transmisión, no hay comprador en ese momento o directamente se quemaría—, es posible transformar ese desperdicio en ingresos locales encendiendo equipos de minería.

Ya hay ejemplos con nombres propios. Equinor probó usar gas que se habría quemado en antorcha para generar electricidad y minar Bitcoin, reduciendo el desperdicio en campos de EE. UU. ExxonMobil también evaluó un piloto en la cuenca de Bakken (Dakota del Norte), usando gas excedente sin gasoducto; la propia prensa especializada informó que la empresa estudiaba expandirlo a otros países. Shell no mina, pero suministra fluidos dieléctricos de inmersión —una forma eficiente de refrigerar las máquinas— y ha patrocinado conferencias del sector; esos fluidos están pensados para centros de datos de alto rendimiento, entre ellos operaciones de minería.

El mecanismo económico es directo. Piense en la minería como un piso de precio: donde existe energía barata y sobrante, minar puede ser la mejor opción local de monetización, sobre todo si el “salida física” (líneas/transmisión) es costosa o inexistente. En mercados como Texas, los mineros actúan además como cargas controlables: se apagan cuando el sistema lo necesita, obtienen créditos por demanda y ayudan a estabilizar la red. Las empresas cotizadas reportan costos eléctricos competitivos en algunos emplazamientos, y los informes del sector indican que el coste de caja por BTC entre mineras listadas quedó, tras el halving de 2024, en el rango de las decenas de miles de dólares, variando según eficiencia, precio de la energía y escala.

A esto puede llamársele “optimización del excedente” (una etiqueta descriptiva, no jerga del sector). En el lenguaje energético hablamos de arbitraje de energía, monetización de energía varada/excedente y mitigación de flaring mediante computación cerca de la fuente: un arreglo ya documentado por empresas de infraestructura y estudios de la industria.

Como el petróleo, Bitcoin también genera disputas e intereses en competencia. Cuando mucha potencia de cómputo se concentra en pocos lugares, esas regiones ganan influencia y las demás pierden voz. Los gobiernos fijan reglas dispares —algunos fomentan, otros restringen— y todos compiten por insumos escasos: energía barata, espacio para centros de datos y conexiones a la red. Eso produce tensiones locales e internacionales.

El precio también importa: como oscila mucho, los proyectos intensivos en capital (comprar máquinas, construir instalaciones, firmar contratos eléctricos plurianuales) son más arriesgados. Y está la cuestión ambiental. Para debatir con seriedad, hacen falta números claros: cuánta de esa electricidad es limpia, cuántas emisiones de CO₂ se generan, cuánta energía excedente captura la minería en lugar de desecharse y cuánto apoya a la red al apagarse en horas pico. Sin esos datos, la discusión se vuelve conjetura.

Los riesgos son evidentes: volatilidad, incertidumbre regulatoria, concentración de custodia y desafíos tecnológicos. Pero el “riesgo” aquí es una variable de producción, no un defecto: como señaló Ulrich Beck, el progreso y el peligro avanzan juntos. Diferenciar a quienes entienden la monetización del excedente, los ciclos de precio/halving y la gestión de carga de quienes solo especulan es, en última instancia, el núcleo de la tesis.

Más de quince años después de su nacimiento, el debate sobre el “valor” de Bitcoin continúa. La pregunta útil no es si “vale o no vale”, sino cómo, dónde y cuándo crea valor. Hoy ya lo vemos de manera concreta: cuando convierte energía sobrante en ingresos locales; cuando ayuda a la red siendo una carga que puede apagarse en los picos; cuando reduce costos con mejores técnicas de refrigeración; y cuando países o regiones con mucha energía limpia y barata logran atraer inversión y convertir ese excedente en dinero nuevo que entra en la economía.

Todo esto está ocurriendo a la vista de todos, ahora mismo. Aún estamos al comienzo de la curva de aprendizaje —como lo estuvo el petróleo en sus inicios—, y la tendencia es que aparezcan nuevos usos a medida que avancen la tecnología, la infraestructura y las reglas.

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Ralph

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Ralph